12 enero 2008

La condena

Pido permiso ante la palabra empeñada, sin testigos, ni padrinos, ni amigos, me enfrentaré a sus bien fundadas acusaciones para que sepan que sólo Dios habla por mi boca. Yo que en horas de angustiosa cordura promulgué el eco del recato y el pudor. Hoy, cual penitente, declaró mi arrepentimiento por tal desatino y someto a su aprobación el relato que aquí les traigo.

Aquel día no se parecía a los anteriores. Sus manos quejumbrosas dejaron de dibujar el aire para someterse al peso de la gravedad. Sólo un quejido gutural señalaba la proximidad de la vida; pero sus espasmos repentinos me avisaban que la muerte se sentaba en la cabecera de su cama. Su rostro era un punto aislado de toda esta escena sepulcral: pálido, horriblemente hinchado, parecía apagarse entre la sombra que rodeaba sus ojos. El viaje estaba cerca y ambos lo sabíamos. Yo, testigo casual de sus delitos en favor de la gloria, conocí y compartí aquel terrible vicio que nos ahogaba entre densos vapores para elevar nuestros cuerpos por encima de la cama, impulsados por el serpentear de una mancha rosácea que se apoderaba del final de su espalda. El mismo movimiento que nos sometía a las visiones del Supremo.

No importaba cuán peligroso fuera aquel experimento; confundida, tomaba su mano, mientras la otra secaba las gotas de su frente para finalmente colocar mi cuerpo encima del suyo como único anclaje a este mundo terrenal. Sólo mi cuerpo podía darle el calor que él necesitaba. Varias veces insistió que abandonara mis ropajes porque condensaban el frío de sus huesos. Y fue así, entre mi piel y sus dedos, que entendí que el sólo era un instrumento.

Antes de aquella noche, la proximidad de su aliento sirvió para iluminar mi aprendizaje. Cada palabra que pronunciaba guiaba mi alma y mi cuerpo hacia la iluminación. Lamentablemente, los fuertes dolores sometían su temple y él sólo podía dejarse llevar por los espasmos, clavando sus dedos sobre la cama, girando los ojos hacía donde se encontraba la muerte, y preparándose para volar. Mientras, yo temblaba al ver lo que parecía ser un sufrimiento insostenible, no entendía cómo aquel hombre desterrado, un condenado a muerte podía ser un Santo; y en verdad lo era, porque sólo un santo podía elevar mis entrañas y extender mis brazos hacia Dios.

En mí comenzó su ministerio, desterró todas las falsas creencias y cada ligadura que me mantenía sometida al recato y a la envidia. Poco a poco, aprendí a conocer el rostro de Dios en su rostro y con él el secreto de cómo crear calor en un simple roce de manos. Pero, mientras yo más aprendía, más su cuerpo se debilitaba. Él sólo contestaba que yo sería su profeta, su vidente. Me enseñó a volar, a convertir la sangre en gloria, a abandonar mi cuerpo y apoderarme del suyo, tuve su poder en mis manos, en mis ojos y en mi boca. Un ángel apareció un día para clavar su daga en mi pelvis, anunciando que el final de aquel hombre estaba cerca.

Hace veintitrés noches que mi señor quedó tendido en su cama, delgado y perdido.

Cuando se secó la sustancia blanquecina sobre su carne, no pude sino abrazarlo y llorar, llorar a cantaros, llorar a muerte, llorar de felicidad. Sus últimas palabras quedaron trenzadas en mis cabellos para inspirar cada frase que digo en su nombre, inclusive las que acá he traído. Las mismas manos que una vez sostuvieron su cuerpo vacío son las que ahora les presento, son las mismas que conocen de piedad, de tiempo, de placer, de dolor… son sus manos, no las mías… yo… yo sólo soy un instrumento.

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Todos guardaron silencio, la sala en pleno bajó sus los ojos y se iluminó por el destello de aquella mujer. A pesar de que ya estaba condenada a muerte, sabían que sólo merecía la gloria, porque ella, ella era una Iluminada, eso que algunos llaman Santa.

1 Íncubos o Súcubos:

Francisco Pereira dijo...

Su relato es hermoso, denso, coherente por lo cual practicamente lo he vivido.

No hay nada de que arrepentirse y queda aprobado.